Un compañero de viaje.

Recordar lo que significó el acuerdo de la unión entre un alcornoque y una farola.
Complementaban sus diferencias. En días de bochorno las nubes encapotaban el cielo amarillento oculto; ese tono grisáceo oscurecía los caminos pedregosos; la farola iluminaba la tristeza del alcornoque, le ofrecía una vida artificial, una luz como consuelo que no lo salvaría pero que lo acompañaba.
En cambio, en días secos y hermosos, ese viejo árbol brindaba sombra y tranquilidad, personas que se dejaban caer en sus raíces sobresalientes, y dormían y soñaban; los enamorados unían sus manos y sonreían, alejados del ruido, las calles y la monotonía.
La farola estaba celosa porque lo único que se arrimaba a ella eran las cagadas de los pájaros.

Era una escena peculiar.

Los pájaros se asentaban en las ramas del alcornoque y animaban el día, la mañana y la madrugada. El silencio del aire se había extinguido.
Aquella musicalidad disfrazaría aquella soledad que visitaba a la farola todos los días, en mitad del campo, al lado de un camino de cabras dejaría de iluminar porque su compañero se había secado.
En diferencia de altura ella la superaba, pero en calidez él la asombraba. Y eso los unía.
Y ella esperaría hasta que un rayo la parta.


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