La trilogía del yo.

A través de un resquicio que las tablas de madera me regalaba,  entraba un rayo de luz que chocaba directamente contra mis ojos. Pero me sentía bien.
Las correas, del sudor y del esfuerzo por soltarme, se habían aflojado mínimamente, por lo menos podía pronunciar un gruñido.
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Me temblaba el cuerpo, el frío no es una costumbre que se acoge con facilidad, pero entra inconscientemente mientras que el fuego recorría cada agujero irregular que presentaba mi piel. 

La madera, ya podrida, se caía a pedazos, dejándome indefensa frente la luna; ella fue testigo del olor a podrido por la infección, que poco a poco salía de las heridas. Se podía escuchar como los huesos se solidificaban, el crecimiento de los músculos queriéndose unir, y la piel besándose, consternando a mi resistencia.

A primera hora de la mañana, las correas se habían caído y ya estaba preparada para avanzar.

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