La probadora de destinos envenenados.

El abandono es fácil de saborearlo, es apetecible a simple vista y tiene la triste áspera combinación de decepción y descanso.

No creía posible que existiera esa carta en la baraja, pero no me topé con el joker sino con el as de bastos; una fea carta que mordió a palazos mi espalda y aún sigue en carne viva.

La ilusión es fácil de encenderse, es explosiva hasta tal punto de hacerte desmayar. ¡Y tanto que decaes al ver tus sueños rotos en pedazos pequeños de cristal sobresaliendo de un espumarajo divino con toque a limón agrio y ácido que hacía que las lenguas charlatanas se encogieran!
Que las rodillas tocasen el suelo, no por resbalar con cáscaras de plátano tiradas a propósito, sino para dar más espectáculo y pedir perdón a quienes incluso me han fallado. Desastroso.

La verdad es que fue un plato bien presentado y condimentado, con sus toques de pullitas a por menor. Me lo sirvieron en bandeja, no de plata, sino de madera podrida. Los gusanos se ahogaban en la salsa de arándanos y dientes arrancados. Aunque la carne estaba muy hecha, el sabor se salía de lo animal pero me gustó la calidad humana.

Era fácil probar y morir envenenado, no, mejor dicho: estar en una especie de burbuja levitando, contando los días. El dolor de estómago era inminente y aguantar el vómito era imprescindible para sobrevivir.
Abandonar nuestro cuerpo es tan sencillo como respirar, pero abandonarlo por una desilusión es imperdonable.

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