Entre querer y odiar.
Entre conchas y estrellas de mar se ahogó una sirena perdida en la mirada de las almas llevadas por la curiosidad y el espanto. Sus ojos, tan vacíos y desolados, que un buceador declaró falsa la leyenda sobre las sirenas como grandes seres de la seducción y hermosura que tantos hombres perdían el control sobre sus carnes.
Entre hoces y trigo recién segado, aquella niña expuesta al duro y cegador sol, se dejó caer por el trabajo por el trabajo atronador.
Cada gota que caía era cada golpe que daba a la puerta de la salvación prematura.
Era tan joven e inocente que no podía negar las ordenanzas del cabeza de familia, incluso él la esperaba cada noche sentado en la montaña de paja.
Entre rosas y hojas de papel, cada mañana se levantaba para dedicarle un poema y un beso seguido de su corazón latente. Él, admirado por sus detalles, no era capaz de sincerarse ni consigo mismo cuando ella le acallaba con besos dulces e ignorantes y él se los devolvía culpable.
Y ella lo notó.
Esta vez, cuando se levantó, se encontró una margarita y una carta de despedida.
Una extraña sensación se acumulaba como el agua salada en los pulmones de la sirena abandonada.
Y la pérdida de su amada le hizo llorar como la niña que se acurrucaba en una esquina para no ver las heridas de sus manos y la sangre que le rodeaba.
Escribió un poema junto con una rosa violeta, deseando que le perdonase y poder encontrarla de nuevo entre alegría y añoranza.
Entre hoces y trigo recién segado, aquella niña expuesta al duro y cegador sol, se dejó caer por el trabajo por el trabajo atronador.
Cada gota que caía era cada golpe que daba a la puerta de la salvación prematura.
Era tan joven e inocente que no podía negar las ordenanzas del cabeza de familia, incluso él la esperaba cada noche sentado en la montaña de paja.
Entre rosas y hojas de papel, cada mañana se levantaba para dedicarle un poema y un beso seguido de su corazón latente. Él, admirado por sus detalles, no era capaz de sincerarse ni consigo mismo cuando ella le acallaba con besos dulces e ignorantes y él se los devolvía culpable.
Y ella lo notó.
Esta vez, cuando se levantó, se encontró una margarita y una carta de despedida.
Una extraña sensación se acumulaba como el agua salada en los pulmones de la sirena abandonada.
Y la pérdida de su amada le hizo llorar como la niña que se acurrucaba en una esquina para no ver las heridas de sus manos y la sangre que le rodeaba.
Escribió un poema junto con una rosa violeta, deseando que le perdonase y poder encontrarla de nuevo entre alegría y añoranza.
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