Un día cualquiera de primavera.

(Continuación de Tijeras de doble filo).

El jardín recuperó su brillo tras un invierno de tormentas y heladas que no mostró piedad. Las flores habían vuelto a florecer fuertes y preciosas. Las rosas habían crecido enrabietadas, más espinosas, como si no pudiesen perdonar al temporal por tanto daño que las hizo. Es por eso que él tuvo que morderse la lengua al cortarlas, las garras le llegaban hasta el codo. No las culpaba, él hubiese hecho lo mismo.
Sin embargo, una brisa traía consigo un canto que removía sus recuerdos como un remolino. Sonríe. El dolor era algo secundario, porque su principal objetivo era convertir las rosas enrabietadas en simples rosas sin rencor. 

Cuánto más escuchaba la melodía, más impaciente y acometedor de errores era. Pero no podía resistir las ganas de correr a su lado. 

Preparó algunas rosas cuando terminó de cortarlas. 

La brisa se detuvo hace un rato.

El estaba contento, la adrenalina hacía que las heridas dejaran de doler.

Y cuando llegó a la cocina se paró en seco, observando lo que parecía ser estar durmiendo y dejó encima de la mesa las rosas frescas. 

Desde la perspectiva de la bombilla del techo, las rosas se deshacían a cada latido, esparciéndose por la mesa. La brisa se cuela por la puerta principal, que la había dejado abierta por las prisas, hasta la cocina, arrastrando los pétalos por la mesa y dejándolos caer; trae consigo el mismo canto melódico de antes. Por un momento al portador se le corta la respiración, a cámara lenta se acerca y toca su hombro.

Pero no reacciona. 

Comprueba su pulso y, como las rosas, ambos corazones se deshicieron, uno para siempre y otro de pena, pero sin rencor.

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